James Fairweather, un adolescente aprendiz de asesino en serie: “Tenía que matar”
- Maritza Valencia
- hace 14 minutos
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James Fairweather, un adolescente aprendiz de asesino en serie: “Tenía que matar” LVD
El menor admiraba a Ted Bundy y a Peter Sutcliffe y soñaba con ser un peligroso depredador
El hombre no oyó los pasos, ni percibió la respiración contenida a su espalda. El primer golpe fue seco, torpe, casi fallido. Después llegó la furia. El cuchillo subía y bajaba con una cadencia brutal mientras el cuerpo caía al suelo y la sangre empapaba la hierba.
No hubo palabras, ni advertencias, ni un motivo visible. Solo un adolescente descargando una violencia desmedida sobre alguien elegido al azar. Minutos después, el menor asesino se quedó mirando el cadáver mutilado con una calma inquietante al tiempo que se le escapaba una leve sonrisa. Le había gustado aquella sensación de poder y sabía que volvería a experimentarla pronto.
Un horror silente
James Fairweather nació el 5 de agosto de 1998 en la ciudad inglesa de Colchester, Essex, en el seno de una familia de clase trabajadora. Desde niño mostró una timidez profunda y una tendencia a aislarse de sus compañeros. Su cuerpo delgado y su voz suave ocultaban una fragilidad emocional que se hizo evidente cuando, en la escuela primaria, sus orejas prominentes se convirtieron en motivo de burla constante.
Aquellas no fueron burlas ocasionales, sino que supuso un acoso persistente que se transformó en tormento diario para nuestro protagonista. Ese hostigamiento de los demás compañeros marcó un antes y un después en su vida social.

A esto se sumó, su lucha con la lectura y la escritura al sufrir de dislexia, que pasó desapercibida durante años, pero alimentó frustraciones que nadie supo o quiso interpretar. La falta de diagnóstico oficial hasta después de su detención fue un fallo más en la secuencia de errores que permitirían que su mente se cerrara sobre sí misma. Con el paso del tiempo, su aislamiento social se intensificó, y con él, un mundo interior cada vez más oscuro y desconectado de la realidad.
Sus estudios en la Colchester Academy eran irregulares: aprobaba algunas asignaturas, pero suspendía en otras. Los profesores recordaban a un alumno callado, aunque no necesariamente problemático. Y sus padres, conscientes de su timidez, intentaron ayudarlo sin lograr descubrir la profundidad de su angustia interna.

James no tuvo amistades estrechas duraderas ni relaciones sentimentales conocidas; su vida social se reducía a encuentros esporádicos y conversaciones breves. Su única compañía ininterrumpida con el paso de los años fue su fascinación por historias de asesinos seriales y criminales notorios. Había algo en aquella maldad que le abrumaba.
El salto de la fascinación a la tragedia no fue instantáneo, sino escalonado. Para James, los libros, documentales y páginas web sobre criminales no eran solo información: eran puertas a un mundo donde la violencia era venerada y la muerte, una forma de poder.
Entre sus figuras de culto estaban nombres espeluznantes del crimen británico: el Yorkshire Ripper, Peter Sutcliffe, Ian Huntley o Myra Hindley. Sin embargo, su favorito siempre fue el estadounidense Ted Bundy, admirado no por lo que hizo, sino por el control que ejercía sobre la vida y la muerte.
Los crímenes
El 29 de marzo de 2014, con apenas 15 años, James salió de su casa sin un propósito aparente para los demás. Caminó hacia Castle Park, un lugar frecuentado por paseantes, corredores y familias. Allí encontró a su primera víctima: James Attfield, un hombre de 33 años con historial de lesión cerebral tras un accidente.
Attfield, que disfrutaba de un día al aire libre, fue atacado sin previo aviso. Según la evidencia forense, fue apuñalado 102 veces, en lo que el tribunal describió más tarde como un ataque “brutal, implacable y cobarde”.

Algunos testigos declararon haber visto a lo lejos cómo un chico parecía moverse sin rumbo, hasta que la violencia brotó súbitamente. Otros lo describieron como “silencioso, casi tranquilo”, como si la muerte fuera para él un acto meditado más que un estallido de furia.
Los investigadores más tarde hablarían de “sadismo” en la forma en que los cortes fueron infligidos, lo que sugería un control deliberado, no un desbordamiento emocional espontáneo. Tres meses después, el 17 de junio de 2014, llegó la segunda tragedia.

Esta vez la víctima fue Nahid Almanea, una estudiante saudí de 31 años que se encontraba caminando por el Salary Brook Trail, un sendero natural popular en Colchester. James lo atacó por la espalda, apuñalandolo repetidamente y, en un acto que horrorizó a los investigadores, llegó a clavarle el cuchillo en los ojos y el cráneo, aparentemente para “impedirle ver el mal”.

La caída de James Fairweather no fue fruto de una gran operación policial ni de un error fortuito. Fue casi una escena final escrita por él mismo. La madrugada del 27 de mayo de 2015, un hombre que paseaba a su perro por un sendero boscoso de Colchester reparó en una figura agazapada entre la vegetación.
El chico llevaba guantes, a pesar de que no hacía frío, y permanecía inmóvil, observando el camino con una atención inquietante. Algo no encajaba. Cuando el caminante se acercó y le preguntó qué hacía allí, el adolescente no huyó ni improvisó una excusa. Levantó la mirada y respondió con una calma heladora: “Estoy buscando a mi siguiente víctima.”

El testigo llamó a la policía y procedieron a cachearlo. James no opuso resistencia alguna encontrándole un cuchillo limpio y oculto entre su ropa. De inmediato los agentes comprendieron que no estaban ante un chaval extraviado, sino ante alguien que esperaba a su presa.
Ya en comisaría, su frialdad desconcertó incluso a los investigadores más veteranos. James contestaba despacio, midiendo las palabras, sin rastro de nerviosismo. Aquella noche, sin saberlo aún, había puesto fin a su propia cacería.
Las voces
Tras su detención, James Fairweather declaró a la policía que “escuchaba voces” que le decían que tenía que matar, que estaba poseído por el diablo. “Dijeron que necesitamos otro sacrificio,” explicó refiriéndose a una voz interna que afirmaba necesitar más víctimas.
Por otro lado, el registro de su casa confirmó lo que más temían los investigadores: el perfil de un aprendiz de asesino en plena fase de acción criminal. De hecho, hallaron material inquietante: notas, recortes de casos de asesinatos, fotografías de asesinos en serie y películas que glorificaban la violencia.

En cuanto a su perfil de internet y redes sociales estaba plagado de referencias a sus ídolos criminales y búsquedas sobre técnicas homicidas. Y, por último, su cuarto fue descrito por los investigadores como “una cámara de ecos de violencia”. Esto reflejaba el peso que esas obsesiones tenían en su mente. No había lugar a dudas.
Durante el juicio, celebrado en abril de 2016 ante el Tribunal de la Corona de Guildford, la defensa del acusado alegó disminución de responsabilidad penal debido a alteraciones psíquicas. Sin embargo, los expertos forenses descartaron la presencia de psicosis genuina, describiendo sus relatos más como construcciones cinematográficas que como verdaderas alucinaciones.

De facto, los peritos concluyeron que su capacidad para planear, elegir víctimas al azar y luego investigar obsesivamente la cobertura mediática de sus actos reflejaba una mente organizada, aunque profundamente perturbada.
El jurado no aceptó sus justificaciones por enfermedad mental y lo encontró culpable de dos cargos de asesinato. El juez Robin Spencer determinó que, de haber sido adulto, enfrentaría una pena de prisión de por vida sin posibilidad de libertad condicional.

Durante la lectura del veredicto, el magistrado se dirigió al asesino y le fue muy sincero respecto a su futuro tras cometer “dos asesinatos brutales y sádicos cometidos cuando tenías solo 15 años”:
“James Fairweather, por cada uno de estos dos delitos de asesinato quedará detenido a voluntad de Su Majestad. Eso es lo mismo que una sentencia de cadena perpetua: 27 años, menos los 339 días que has pasado en prisión preventiva. Si alguna vez te liberan, permanecerás en libertad condicional por el resto de tu vida”.
La reacción del acusado tras escuchar el veredicto fue lanzar besos a sus padres desde el banquillo. En cambio, la madre de su primera víctima declaró tras la sentencia:
“James Fairweather es un monstruo a nuestros ojos y nunca podremos perdonarlo.” Esta frase, cargada de dolor, resumió el sentir de muchas familias afectadas por la violencia desatada por un adolescente que se camuflaba entre ellos.
Ecos de una violencia impensable
Hoy, años después de su detención, James Fairweather continúa recluido en una institución psiquiátrica de alta seguridad. Aun así, su caso sigue siendo objeto de análisis en criminología y justicia juvenil, convirtiéndose en un símbolo tan terrible como trágico de cómo la fascinación por la violencia, sin apoyo social ni atención adecuada, puede transformarse en horror tangible.
Para Colchester, el legado de aquellos días permanece en la memoria colectiva: no como un cuento de terror aislado, sino como una advertencia de que la sociedad debe escuchar, antes de que sea demasiado tarde, las voces internas que claman ayuda entre los silencios más profundos. (BV)
FUENTE: LaVanguardia.com

